sábado, 24 de marzo de 2007

10 : MA BRUJA

Al llegar a la canilla de la calle Arenales, Antonio dobló la cintura para tomar agua de ella.

El florero derramado en el mantel. La muchacha ríe mostrando los labios mojados. El agua cae sobre los rombos de las baldosas…

Se endereza. Mira las quintas de legumbres, los techos de cinc, los parrales. El agua estaba fresca y no importaba haberse chorreado.

Los niños a caballo entraban al arroyo y seguían hasta lo hondo, mojándose las piernas, hasta que el animal alargaba el cuello y empezaba a bogar con las patas en la profundidad…

Me hamaco al caminar, las articulaciones se me aflojan y los hombros se me ensanchan. Es lo mismo que hacen las copas de los árboles.

En las esquina de Arenales hay un cartel que dice Félix Balmaceda. Se han cambiado las calles…o mi memoria. ¿Y el tanque…? Allá… con sus remaches, pintura de aluminio y también alquitrán. Todo en orden.

A lo lejos se queja de pronto una sirena de fábrica, como se quejaba tarde a tarde en el vestido floreado de Maruja, diciendo que la tarde está madura en lo dorado del verano. Tubos de metal sonoro. Tenor que fuma tabaco fuerte. Allí están, la casa de las tejas amarillentas, la de los arbustos, donde vivía aquella niña Margarita…El almacén de enfrente. –Doblo por la esquina- Ha de ser Castillo, o Puerto Nuevo…Seguir avanzando…

El caserío se aplanaba y ajaba, como se acurrucan las flores al anochecer dentro de su propio caliz. Conservado intacto en el olvido y ahora, al contacto con el aire perdiera el último resto de humedad que lo mantenía en pie. Habría que esperar, tal vez, el calor de la noche para que fermentara en él, de nuevo la embriaguez. Porque cuando el agua verde del florero, la luna pesadamente amarilla se levantaba tras los eucaliptos y de las ventanas abiertas asomaban las cortinas ondulantes.

¿Vienen por Balmaceda! –gritó Julián a sus compinches que corrían hasta la esquina para volver a atrincherarse mientras los sillones de la casa mostraban los hilos del tapizado bajo la descarnada luz eléctrica.

El muchacho supo que la verdadera tarde y la verdadera noche se escondían tras las fachadas de las casas. No le importó que aquellos frentes le miraran de esa forma impersonal cuando ya traspasaba la esquina de la calle Guimaraens. Sabía ahora que transitaba el último momento de la contención y que todo aquello, como una fruta madura, se iba a rajar y dejar fluir su abundante jugo. Caminó la última vereda despareja. Se detuvo frente a la puerta verde, bajo la copa del paraíso. Levantó el brazo y golpeó los nudillos en la madera…

Maruja tiene viso de franela

y camina por el dintel de la casa

mientras la luna lenta da vueltas,

para ponerse redonda.

Redondo redondel de luna,

sobre las azoteas y las ramas altas.

Cielo negro.

Azul y negro.

Maruja, ma bruja, las cortinas blancas…

Caminas por el cielo.

¡No te pinches en las estrellas!

Un plato se sopa con humo.

Un collar de perro negro.

Y las azoteas y las claraboyas

se levantan bajo la comba del cielo.

Maruja, ma bruja,

vuela,

como una nube de franela.


(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)


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jueves, 8 de marzo de 2007

9 : El reloj de madera.

Comenzó a avanzar por la calle G.Gómez al norte. Al poco trecho las baldosas se terminaban y la vereda continuaba de tierra y pasto. A esa altura había cercos vegetales, casas escondidas bajo enramadas de glicinas y portones hechos con viejos respaldares de camas de hierro. Más atrás, altos eucaliptos movían apenas sus ramas dejando ver, por momentos, los contornos del viejo tanque de agua, mientras en los patios las ropas recién lavadas colgaban silenciosas de los alambres. Estando el tanque ahí, todo iba a estar bien. Las calles debían ser: Calcagno, Arenales, Juan Castillo y Pérez del Puerto. Las que cruzan: Camino del Horno, Mariñones, Balmaceda y …Guimaraens. Juan Antonio, tal vez el héroe de aquella batalla, el que escribía las cartas del General… o si no, aquel marino portugués que… “el 15 de Junio al alba el General ordenó montar y enseguida partieron para…” Guimaraens y Juan Castillo, frente a aquella quinta de lechugas… Ella venía caminando con un canasto en la mano. En la canilla pública de la esquina una vieja de cabeza cubierta llenaba un balde. Fue aquel mismo día. Andrés vino a hablarme frente a Augusto de sus planes, esos que por mucho tiempo seguí pensando pero que entonces, en aquel atardecer, no fueron más que palabras que rodaron a lo largo del declive. Fue en el bar del reloj de madera, donde las mesas de Roble cuatro patas tenía bajo el reloj. Y fue una voz con cuatro patas la que golpeó nudillos sobre la tabla. Ajenjo y menta. Pasan carros por la calle. Caballos duermen bajo el sol. Los árboles del camino resuenan en un gran acorde… Y la tarde continúa. ¿Porqué ese caballo me mira? Su sobretodo peludo da calor y sus guantes de nácar… Lleva un balde en cada mano, llenos de agua o de leche o de jugo de limones… Los cántaros van a la fuente… Muchachas derraman agua en la instantánea de un fresco pintado allá en el sombrío interior del follaje, junto al manantial. Mientras los caballos siguen transpirando bajo el sol, ellas descansan sus senos sobre la fresca hierba de la sombra. El reloj de madera y los cascos del caballo. Clap, clap. Y en el Africa el tam tam de los tambores, la misma vieja música dormida en las hojas movedizas de los álamos. Todo ahí, al mismo tiempo, pero llegando por distintos caminos para encontrar que todo ha cambiado. (Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1) Technorati Profile

sábado, 3 de marzo de 2007

8 : Las Flores del Sillón.

(Las calles no deberían ser flechadas… gente obligada a desviarse de su camino y zonas que quedan fuera de todo recorrido posible. Contramano. Lugares donde por años no se vea llegar a nadie…Revoques que envejecidos se caen de las paredes y pinturas que en las puertas que no se abren para dejar pasar a nadie, se rajan y descascaran…Ruedas de autos que se desinflan…)

-“Estimado Augusto”

¿Alberto no se lo habría explicado? A veces lo obvio es lo que no se dice ni ocurre porque la lógica tiene sus agujeros… ¡No! Es que sigue para abajo y uno quiere siempre dibujarla sobre un papel. Faltaría inventar la perspectiva del pensamiento para poder pensar con la profundidad y el tiempo…bueno.
El ómnibus cuadrado de cara tiznada se vino sofrenando para que con torpes pisotones y apretujos pudiéramos subir, ensanchando el espacio, embutidos entre caños y chapas. Contemplar variedad de nucas y de solapas, miradas de un solo ojo y mucha caspa.. Muchos pensamientos que hablan a la vez y el traqueteo…Doblamos….

El chaparrón de aquella tarde… Todos reían…Jacinta preguntaba y preguntaba -¿Qué quería ella?- Allá y acá era distinto. Pero a qué decirle nada, a no ser por decir algo nomás –Jacinta, es difícil de explicar. No se trata de…- En ese momento fue que llegó Ramón y después ya nadie entendió nada.

Han de estar todos allá. De mi dirán que… en realidad no me imagino que dirán porque en algún momento el tren chilló su pitazo entre los cerros, achicharró los yuyos en los negros durmientes… Carbón de piedra o petróleo. Negro igual. Ese tajo que se le ha hecho a la tierra por donde mana el dolor hasta los ranchos perdidos de aquel valle. Animales muertos resecos al sol junto a las vías y en los vagones gente, sacudida como animales vivos comiendo su alfalfa gorda y sus bizcochos que llenan todo de migas.
En algún momento habían pasado por el andén de una parada sin nombre donde un niño campesino esperaba tal vez que el tren parase y se quedó callado frente a las ventanillas sin que nadie supiese cómo sonaba su voz, ni qué, ni cuando.

Hemos de estar por llegar al reloj. Recuerdo ese bar de aquel día con Andrés. Unas cuadras más y …Maruja. Julián ha de estar grande…Sí, toda esa cuadra era la de antes. Ahora…un comercio viejo… No, ese no. Ya se mueven como polleras aquellas copas de árboles que sobresalen los pretiles prometiendo patios y veredas sobre la costa de la calle Guimaraens y sus ventanas…! Tendría que bajarme y caminar. Hacia allá, hacia las copas de los árboles gruesos.

Hubo una vez un muchacho que se bajó del ómnibus en esa esquina. Caminaba como no sabiendo si avanzar o detenerse, extrañado de lo conocido, esperanzado, confuso.

Calle G. Gómez y Varela. Augusto vivía por allá. La casa blanca. Flores de enredadera. Quién sabe. Augusto ah, el tiempo ha caído muy denso sobre esta esquina. Está todo deshilvanado, los recuerdos…Más allá…habría que hacer todo el camino hasta el tanque y regresar.
Se ha detenido en la esquina siguiente. Mientras una vieja le ofrece jazmines un perro le huele el alma, porque una lenta burbuja de tiempo remonta entre las estáticas nubes de un verano que nunca se apagó de su garganta. Se habían olido jazmines o tal vez habían sido flores de madreselva las que gotearon nectar en el aire de alguna noche en que la luna canturreaba distraída un leve canto.

Hubo una vez un aljibe y unos pies descalzaos.
Y hubieron calles y esquinas y gente caminando.
Las grandes flores del mantel eran rugosas y gustosas al tacto
bajo el florero generoso y el sillón.
El espejo del aparador…ah! Aquel color gastado en las paredes!
Estaban todos aquel día…
Desde la radio oscura salía una música exquisita,
Que era la de siempre, pero exquisita…
Cuanto más pobre…y simple.
El agua del florero, las flores y la música.
Las cortinas descoloridas…


(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)

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domingo, 25 de febrero de 2007

7 : El gallo de la veleta.

Un baño igual. Azulejos cuadrados y blancos como las manzanas de una ciudad desierta. El vestido de Maruja, tenía allá algo de vegetal, como la enredadera de bajo el paraíso… Listo. Vuelvo hacia la luz de la ventana y el letrero de café leído marcha atrás. Las cosas van o vienen, según. Como el tiempo que pasa pesadamente por la calle, agachando los árboles que lo dejan pasar. Por eso el óvalo del reloj se ha vuelto oval, estirado en una dimensión cualquiera, siempre distinta a la que uno piense. Eso ha de estar grabado en el alma de las cosas y… uno se pierde. El mapa de la ciudad también.

Bien, pero todo se mueve. Cambia.

El muchacho se levantó ahora de la silla y se puso el saco mientras por la madera de la mesa rodaron algunas monedas. Llegado a afuera, su figura bastante ágil se puso a remontar la cuesta que como el lomo de un bagual caído obligaba al esfuerzo a medida que se acercaba la cima donde el cruce de las calles aporreaba un bochinche de motores y bocinas.

Ciento… Ciento diez. No. Era el cuarenta y ocho!

Números negros sobre un cartel de lata. Calle G. Gómez o Suzalla…o Avenida Los Aromos? No eso era en Bella Vista pasando el monumento.. Calles, destartaladas paradas de ómnibus, carteles.

Mis dedos recontaron monedas dentro del bolsillo, como otra vez. Creo que igual. Levanto la cabeza igual. Las letras que me parecieron lindas alguna vez… Es igual, la misma esquina. Aquella vez cruzó justo aquí una muchacha y al fondo era todo igual de hollín y humo. Ahora también. La muchacha tenía largos cabellos castaños. Ventanas cerradas, carteles, la venta de los diarios. Nubes de verano. Fino polvo de tierra seca que llueve, ha de llover sobre algún gallinero cenizo en algún lado.

Pasan dos discutiendo como fieras. No lo ven o no le quieren ver y lo empujan para un lado. Siguen.

Al gallo de la veleta se le herrumbró el canto y la cresta. El hollín y el polvo graso lo han oscurecido con los años. Antes era de hojalata como los adornos de la estación.

Tomo ese que viene. Total, miro todo desde arriba…o tal vez…

Estimado Antonio, no encontré la dirección que me dijiste. La calle Guimaraens parece no ser de ese barrio. Si me podés mandar más datos voy a insistir. Alberto.

(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)

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lunes, 19 de febrero de 2007

6: La falda de la ciudad.

Después de eso la locomotora pitó su herrumbre negro bajo los decorados metálicos del hangar. Por las ventanas altas de los techos asomaban edificios aplanados y sucios con pedazos de letras pintadas… Por debajo estaban detenidos los trenes, aun rumorosos luego de haber sido tragados por la gran abertura del norte por donde un poco más allá asomaban irreales quillas de barcos, mástiles y grúas cada vez que se dispersaban las nubes de azufre.
Afuera la ciudad retumba su hormigón armado de las calles bajo el tránsito impiadoso que borra a las gentes que espera ómnibus en las paradas y hace caer a destiempo las hojas de los plátanos.
Mucho más allá, tal vez aun espera en su esquina aquel viejo café, lo que haya quedado de él y la vista de su ventana, semi tapada por el muro gris de enfrente que dejó una franja estrecha entre su término y el tronco del paraíso, por dónde ver esa tajada de ciudad, que como una falda, baja para después subir entre murmullos de azoteas y ropas tendidas.
Me bajo y entro. Posillos y perfume de café. Mesas gastadas de nogal. Silencio.
Ya sentado veo al árbol sacudir sus hojas aunque a nadie importe. Como en todos lados. Como en algún patio del barrio alto pasando el tanque del agua herrumbrada. La calle Guimaraens después de la plazoleta., Maruja y las enredaderas del cerco… El tanque metálico del agua. Como una barriga con remaches.
En ese barrio alto aun pervive el pueblo que una vez fue…

Julián leyendo una revista de historietas, sentado en el cordón de la vereda. Levanta ahora los dedos descalzos, mientras lo hace una tarde de aquellas. Maruja está recostada contra el tronco del árbol.

Cuando de vuelta la esquina dirán que estoy cambiado… Mientras tanto estoy aquí, mirando por el baño, al fondo. Podría pasar primero a buscar a Esteban. El alto parral de las uvas negras… Me están temblando las piernas.
Qué habrán hecho ellos en todos estos tiempos? Las noches se habrán precipitado ventosas sobre los techos, una tras otra, con su frío y su agua negra. Los perros habrán ladrado desde todas las distancias, como en el campo. Las estufas habrán sido prendidas mil veces y mil veces se habrán apagado, como se apagan las luces del pueblo llegando a la medianoche, hasta la última y esperar después que llegue el amanecer a iluminarlo todo con sus ruidos de desayuno y voces que conversan.

Aquel llegó una noche y picaron fiambres que traía en su envoltorio.
Aquel llegó para invitar a irnos de ese lugar.
Aquel otro entró, cantó y tomamos vino

Hubo una vez que Maruja sonreía
y descalza hacía pasos sobre las losas del patio y el aljibe.
Fue una danza…
Hubo luna y hubo sol y hubo rocío una mañana clara.


(Esta es una historia continuada. Sería aconsejable leerla desde el post n. 1)

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martes, 23 de enero de 2007

5: Gregorio también.

Ahora el muchacho va pedaleando frente a las primeras casas del pueblo. -Iba a doblar para el lado de la estación cuando vi a Octavio, caminando un poco más allá, rumbo al centro. Adiviné que no venía de la casilla, traía aires de otra cosa…Me bajé de la bici para abrazarle. Su derecha se extendió y estrechó la mía. Su izquierda sobre mi hombro. -Sí, estoy de vuelta, -le contesté- ¡carajo, qué alegría! ¿Los otros? Los billares. La casilla…. Alejandra. ¿Cuál? La sobrina de Godoy. De la mujer de Godoy. Sí, viviendo con ella. Casita con techo a dos aguas, parral y ropa tendida. ¡No, que voy a estar casado! -Vamos a tomar una cerveza. El bar había cambiado de dueño. A esa hora solo quedaban cuatro viejos jugando al mus. Dos tacos descansando sobre el billar. Un hombre mal afeitado detrás del mostrador. -El pueblo está muerto, yo me rajo en cuanto pueda… Como vos que te borraste del mapa. -Te escribí una vez y no me contestaste. Una ventana abierta sobre una cama destendida. “Estimado Octavio”. No, otra hoja. “Querido Octavio”. Así estaba mejor. Y todo aquello de las distancias y las proximidades. -Aquí la gente se ha vuelto mierda! Si no fuera por Alejandra…y Gregorio y los otros…Y vos cuando estabas. Otra cerveza, como cuando yo estaba. La puta que lo parió. Otra vez como aquella de la caminata por el callejón que me dijo que se cagaba en nosotros, los pitucos bien educados. Ahora se ríe. No sabría cómo decirle que siempre me gustó esa manera de reír. No me lo creería. ¡Pitucos bien educados! Me cago…¡Y lo sigue pensando! Claro que me acuerdo, Octavio descalzo en el recreo de la escuela. El paquetito de tu merienda con dos tajadas de pan… El día que mataste el perro de aquella vieja que te gritó asesino hasta que vos la puteaste. La casa donde vivías con tu vieja, llena de tarros con plantas. Y el día que nos peleamos y quedamos con los puños manchados con la sangre de los dos. “Querido Octavio, te escribo porque he estado extrañando mucho la amistad de ustedes. Se que vos te reís de ese tipo de frases pero…” Cara cobriza, ojos oblicuos que de oscuros parecen no tener pupila. En la escuela, siempre con Ismael. -Yo me las tomo. Creo que hasta Gregorio… -¿Gregorio se va? -Me parece. Un tren parte quejumbroso. Adentro de los vagones hay chistes y risas. Las lomas y los árboles van quedando atrás. Gregorio también, me parece. Octavio tuerce la mirada hacia la calle como tras las huellas de su destino. -Pero ahora que yo vine…podríamos… -Lo bien que hiciste en irte.-tuerce la cabeza- ¿no me digas que haz venido a quedarte? -No, pero…¿a dónde se van ustedes? Yo planeaba vender la chacra, que ahora es mía, para irme a la capital. No quiero seguir viviendo a donde estoy. -Ocurre que algunos no tenemos nada para vender. El tono daba para una despedida. -Esperá hay otras cosas que te quería decir. Allá lejos me di cuenta de cuanto me importan ustedes. Pareció sorprendido. -¿Cómo es eso? En ese momento entraron al bar, Gregorio y Alejo. Hubieron voces y ruidos y la luz aumentó la intensidad cuando los cuatro estuvieron sentados alrededor de la mesa en el inicio de historias que se volvieron a compartir, al menos con las palabras. Viajes en tren. Lugares y gentes nuevas. Bancos de plazas. Pocos amigos. -Maruja está en la capital?-Hace mucho que no voy-No ha escrito-Se supone. El paraíso de la vereda. Una herrería un poco más allá. El florero que se vuelca sobre el mantel. La música de la radio. -Tampoco teníamos noticias de vos. -Una vez le escribí a Octavio. Octavio sonríe. Alejo pide otra cerveza. A la hora adormecida de la calurosa siesta, varios gurises salen de sus casas. Corretean hasta una esquina. Hacen una rueda de susurros y parten por distintos caminos. Al rato uno camina, como buscando algo, entre los arbustos del costado de la vía. En otro lugar uno está trepado sobre un árbol, a cuyo pié otros tres esperan. Pasa un viejo con un balde, por el sendero que atraviesa el monte. Todos se esconden, pero el de arriba osa tirar una semilla que emboca en el balde para el rechino de las risas. A lo lejos pita un tren. El de arriba baja y todos desaparecen.  

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domingo, 21 de enero de 2007

4: ¿Cómo contártelo?

Porque ese día, tras el tabique de bolsa no había nadie. En la sala la mesa estaba cubierta de barajas y una silla se había caído contra la pared del fondo. No queda olor a humo –pensé- hoy no han estado. Volví a la calle y mientras caminaba sin rumbo traté de adivinar algún lugar donde pudieran estar. Acababa de llegar en el tren de la tarde y ni siquiera me había quitado esa ropa para ponerme las alpargatas y el paso tranquilo. –En lo de Agustín, podría ser. Era una tarde luminosa pero la arena de la calle estaba húmeda. Y eso, por alguna razón oscura, me recordó el último día antes de irme. Aquel profundo dolor. Aquella aspereza de vino y de tabaco en la lengua. Aquella tristeza… - Pero eso no es todo. Falta contarte lo de Gregorio y de cómo Maruja al fin no vino…¡Pero sería tan largo y enredado! Y mientras seguía caminando iba temiendo, aunque fuera absurdo, que durante mi ausencia, todos hubieran partido desde allí rumbo a lugares inencontrables. En trenes que se cruzan y se desvían y que apenas si se saludan con esos pitos lúgubres desde lejos… El muchacho siguió por la calle que derechamente atravesaba todo el pueblo. Continuó por el camino que salía hacia las chacras y con paso cansino llegó hasta la casa que había sido de sus parientes. Ahora estaba vacía y sola. Con su techo de chapas a dos aguas, su molino de viento, su pequeño galpón flanqueado de eucaliptos y más allá los pocos y apestados frutales. Al entrar a la casa va por la valija que había dejado sin abrir sobre la mesa del comedor. Sopla el polvo y va sacando la ropa. En las paredes siguen estando los pequeños cuadros y las fotos. Se alegra al ver la rueda de su vieja bicicleta asomada desde la puerta del dormitorio, pero no va a ella, se sienta en la mecedora de mimbre a mirar lo que se ve por la ventana. Recuerdos de tiempos anteriores. -A cada movimiento que veía en el camino –o creía ver- me imaginaba que de alguna manera se habían enterado de mi viaje y me venían a visitar, pero no. De aquel tiempo, sólo lejano para quien ha vivido poco, que como un envoltorio doloroso había seguido por detrás al tren en su partida. Porque el dolor había ido sobrevolando las lomas y vadeando los arroyos crecidos por la mucha agua que caía y que siguió cayendo en un vano intento de anegar y olvidar lo que quedaba atrás. -Yo no había avisado a nadie de mi viaje.

 Era madrugada y Maruja en camisón camina por el patio. Se la ve por la puerta abierta del verano, entre las sombras blancas de la noche. Camina sin pasos como flotando en el miedo de las estrellas. Allá afuera ella hace algo… -por momentos se sale de mi vista- vuelve, se agacha y en un giro se levanta. Puede ser que tenuemente tararee una canción que yo quisiera conocer. No sabe que el perro anda suelto de la cadena del aljibe. En el agua del aljibe se zambulle… Y hay ecos que vienen de los mundos subacuáticos. Alondra. Paloma Blanca. Sésamo de franela. En el calor de la medianoche las sábanas están hiriendo la piel del muchacho que despierto escucha las músicas de un baile lejano. Una música que hamaca la cama. Que se pierde y vuelve a empezar con los reflujos de la brisa. Un baile que se calienta entre los pastos cuando salen las parejas. Y se enfría en los metales del uniforme de los milicos que sólo calientan con aguardiente el aliento áspero hasta caer a los lados de la puerta. Hamacón del baile que bambolea las polleras anchas de las mujeres de grandes bocas que se ríen de labios rojos y dientes blancos y aros en las orejas que tintinean y ríen hasta que se pierden en la salida. 

 -Mirá, un buen día Gregorio decidió irse. Quedamos de encontrarnos en la ciudad, cuando yo fuera. Iba a estar todo bien… La calle Gimaraens… -Claro que la muerte de mis parientes había sido un poco antes y explicarlo ahora sería mucho más complicado. La rubia estaba sonriendo por la ventanilla hacia fuera. Era tal vez la sombra de aquellos paraísos de la derecha la que tentaba su imaginación ahora que el sol apoyaba el peso de su calor desde el cielo y la humedad del campo se iba elevando pesadamente hacia las nubes. No quise seguir dándome vueltas en la cama. Me levanté y salí con la bicicleta. Desde el portón, volví a ver la banda oscura del monte junto al arroyo, allá en el bajo. Más allá, tras la primera lomita la dubitativa luz de la chacra de Bermúdez y siguiendo esa dirección los varios grupitos de árboles –manchas apenas- que de alguna manera iban marcando el recorrido del camino. Por último la hilera horizontal de lucecitas de la avenida, allá entrando al pueblo, donde casi todos estarían durmiendo aunque unos pocos, como yo mismo quisieran encontrar en la noche aquello que les mantenía despiertos. Fui pedaleando por el camino pedregoso, tratando de ver lo que ya no recordaba, las curvas bruscas del sendero, los límites del puentecito. La mejor manera de enfrentar la subida después. Llegado al camino ancho de los paraísos ya todo se hacía plano. 

En algún lugar una tiza de color se desgrana bajo una suela.  

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